J. EDGAR (J. Edgar, 2011), de Clint Eastwood
John Edgar Hoover, uno de los más siniestros
personajes de los Estados Unidos, consumió 48 años en un cargo que hizo de su
capa un sayo, maltratando, manipulando y ejerciendo su poder desde la
corrupción de Estado y sin asomo de arrepentimiento. Desde las cloacas de su
despacho de Washington, estranguló todo indicio de comunismo que asomase en el
horizonte y siendo pieza clave para que Joseph McCarthy pudiera pisotear los
derechos de los ciudadanos norteamericanos, simplemente por el hecho de ser
liberales o por haber flirteado con los comunistas. Con la exhaustiva
investigación de Hoover, los denunciados en el Mccarthismo perdieron su trabajo
en el mundo del espectáculo (Cine, teatro, televisión, radio), muchos de ellos
inocentes. El repugnante comportamiento en el affaire de los Rosenberg,
ejecutados en la silla eléctrica, sin haber asumido ser espías comunistas, es
uno de los episodios más terribles orquestado por J.Edgar Hoover.
¿Se merecía una película biográfica? Si. Pero no
como Clint Eastwood la ha presentado. La vertiente personal, más que la
pública, ha prevalecido en el desarrollo de la historia, desfigurando las
verdaderas intenciones de una personalidad llena de claroscuros, por no decir
negros significados.
Tengo
la completa seguridad que Clint Eastwood se adelantó a Oliver Stone (éste
preparaba su propia interpretación de Hoover), para neutralizar la posible
condena de Hoover en un filme de Stone. Eastwood sabía que una película sobre
Hoover comportaba dos puntos de vista, uno: el hagiográfico y, otro, por
supuesto, la critica. Podía tener uno intermedio, pero resultaba menos
interesante. Decantarse en presentar al director del FBI entre dos aguas, es
decir, sin excederse en el varapalo y atenuarlo con su vida personal (relación
con su madre y amante) escocería menos que intentar reconocerle la paranoia
constante y presente en su quehacer profesional. Eastwood ha desperdiciado la
ocasión de reflejar el enfrentamiento que tuvieron Roosevelt y Hoover, desde el
momento que el presidente del “New Deal” propone crear, primero la OSS,
antecedente de la Central Intelligence Agency, y después legitimar en toda su
dimensión la capacidad de actuación de la CIA, por orden de Truman. En 1947,
Truman no simpatizaba con Hoover, al que despreciaba por su arrogancia y
jactancia, quizás ese fuese el motivo para que Truman arrinconase al FBI en las
acciones delictivas interiores y no le dejase entrar el circuito de la CIA.
Hoover solo se sentía a gusto con aquellos presidentes norteamericano que
reconocían en el director del FBI su “ejemplar” trayectoria como gestor
público.
Clint Eastwood ha
perdido la posibilidad de jugar una baza mayor y presentar a un personaje
iluminado por la gracia de Dios. Eastwood se ha equivocado y nos ha hecho creer
a los demás que podría con la personalidad de Hoover y éste tenía demasiadas
aristas para hacer de él una gloria norteamericana, como tantas y tantas
glorias bien pensantes que el cine ha llevado con demasiada frecuencia,
haciéndonos perder el tiempo con la falsa impresión de que no todo era verdad.
¿Llegará Oliver Stone a presentarnos al verdadero John Edgar Hoover? Estas son especulaciones que
están por venir o quizás no.
LOS DESCENDIENTES (The Descendants, 2011), de Alexander Payne
Alexander Payne, un director de la nueva hornada de
cineastas norteamericanos, imbuido de una avanzada concepción cinematográfica,
ha resuelto incidir, con Los
descendientes,
en
el comportamiento social de la familia norteamericana a través de la novela de
una escritora de reconocido talento: Kaui Hart Hemmings. El resultado es
notable y sorprendente, como en su día fue Entre
copas.
Matt King (George Clooney), un tacaño y desnaturalizado
padre de dos preciosas hijas, vive un drama por mor de un accidente que su
mujer ha sufrido en el mar. El reencuentro con sus hijas y asumir el
desgraciado affaire de su esposa, le
conduce a un enfrentamiento con la vida cotidiana, muy alejado de su propio
quehacer profesional. Con un escenario tan idílico como a priori son las islas Hawaii, el protagonista reconoce por primera
vez su incapacidad para entender el habitat
en el que se mueven sus dos jóvenes muchachas. El redescubrimiento, el
intento de acceder a la psicología de sus niñas, su enfrentamiento con la
verdad que no ha sabido percibir, el dolor que desprende el haber perdido la
posibilidad de recuperar a su mujer, son elementos que Alexander Payne
distribuye compartimentando las secuencias de una manera extraordinaria, en la
que interviene George Clooney, por ejemplo: aquella en la que vemos hablando
con su suegro; la escena de la rendija de la puerta de la habitación del
hospital, donde se halla postrada su esposa y ve como el padre de la enferma
besa de una manera tierna y cariñosa a su hija; el diálogo tenso y complejo con
el amante de su esposa; su relación con el novio de su hija mayor, en la que le
confiesa su incomprensión que siente al no comprender la actuación de sus hijas
y así, un sinfín de detalles que visualizados por Payne adquieren una dimensión
emotiva desplazado de toda sensiblería.
Hay muchas maneras de afrontar una historia, que
tiene su origen en una novela, pero solo existe una de hacerla correctamente:
prescindir de lo superfluo e ir a lo esencial. Esto dicho así, es tremendamente
difícil en el mundo del cine (de las películas) y hacerlo bien, es la
asignatura que un cineasta debe pasar para entrar en el Olimpo de los grandes.
Alexander Payne lo ha conseguido de forma soberbia. Su trabajo en Los descendientes podía haberse
decantado por una fluidez visual más convencional, pero no, Payne ha decidido
seguir el itinerario más enrevesado. Un ejemplo: la salida corriendo con
sandalias de deporte de George Clooney, en busca de sus vecinos más cercanos,
conocedores de las intimidades de la pareja, es una muestra del compromiso del
director para con la historia. Es verdad que la novela, seguro, posee suficientes
elementos interesantes para su filmación, pero se requiere mucho talento para
arriesgar con situaciones que en ocasiones puede estropear todo un entramado
cinematográfico.
Los
descendientes es
un filme magnifico, contiene momentos de una rara sensibilidad (la del
director) que en manos de otro director hubiera descarrilado por lo fácil y lo
vulgar. Esta y no otra, es la diferenciación entre un cineasta dotado y otro no
dotado. Próxima parada para Alexander Payne, que vuelva a reincidir en otra película
excelente.
EL
TOPO (Tinker, Tailor, Soldier, Spy) (2011). Tomas Alfredson
John Le Carré, un diplomático de profesión, que se
trocó en novelista de éxito, escribió en 1973 “El topo”, que le supuso el
reconocimiento mundial. Años más tarde muchos productores de Hollywood
quisieron llevar a la pantalla esta novela. Se negó. La crítica literaria
coincidió en afirmar que era su mejor libro. Pero John Le Carré se obstinó en
no ceder los derechos para el cine. Hasta hace solamente dos años, que Le Carré
propuso a Alfredson la adaptación de su obra más perseguida por la grey
ejecutiva del mundo cinematográfico. Accedió, pero asumiendo la producción y el
control del filme.
John Le Carré sentía una clara aversión por Kim Philby,
al considerar que éste poseía un carisma y un encanto que era la atención de
cualquier fiesta diplomática. Adulado y mimado por los altos jefes de la MI5 y
la MI6, Kim Philby fue considerado el topo que más daño hizo al espionaje
inglés. Componente del grupo de “Los cinco de Cambridge” (Anthony Blunt, Donald
McLean, Guy Burgess, John Caincross y Kim Philby), todos ellos afiliados al
partido comunista en tiempos de la II Guerra Mundial, desarrollaron una intensa
actividad como agentes dobles. Pero, sin lugar a dudas, Kim Philby, es el
agente de la inteligencia inglesa que proporcionó más secretos de Estado a los
rusos. Su habilidad para sortear cualquier obstáculo, era extraordinario, hasta
el punto que el gobierno de Franco lo condecoró por sus acciones a favor del régimen
franquista. Asimismo, él sólo denunció a más agentes de la Abwehr y la Gestapo,
a los rusos, que cualquier otro agente doble. Nunca llegó a ser detenido en
Inglaterra y huyó a la Unión Soviética, y su llegada fue celebrada como si de
un héroe nacional se tratase. Hasta qué punto era considerado un héroe, que su
efigie conmemoró un sello de circulación postal. Con todos estos antecedentes.
Le Carré escribió su libro en torno a un grupo de topos, cuyo centro era
Philby. La historia participa de qué George Smiley, alter ego de John Le Carré,
descubra a los topos. Sin embargo, si analizamos la novela nos percataremos que
a Le Carré le interesa más el trasfondo en la que se mueve Bill Haydon (Colin
Firth) que los propios topos. Es como un ajuste de cuentas personal. ¿Qué
sucedió realmente entre ellos? ¿Asuntos amorosos? Nos inclinamos más por la
admiración que sentía Le Carré por Philby y que éste le decepcionara tanto por
haberle engañado y haber estafado a la Gran Bretaña. Una de las resoluciones de
la película más desconcertantes, es aquella en la que nuestro hombre sufre su
castigo. Ahí, radica, el único pero del filme.
La película es de una complejidad brillantísima,
sujeta a un tempo cinematográfico que va marcando el devenir de los personajes
en juego. Siendo el personaje de Gary Oldman investido de su principal
atractivo. El itinerario que utiliza Alfredson para adentrarnos en el laberinto
que nos sumerge, es por la afinidad con las coordenadas que Le Carré le marca.
La sutil madeja que va desenvolviendo la película es por un buen trazado
(ejercicio fílmico) que Alfredson ha dirigido, al margen de someterse a los
dictados (seguro) que Le Carré impuso. Recordar que Karla no es Markus Wolf, ni
Control Sir Percy Sillitoe, más bien creemos en el mítico Stewart Menzies.
Película, pues, a recomendar. El conjunto de
actores, esplendidos: Toby Jones, Tom Hardy, Ciarán Hinds, John Hurt, Colin
Firth, David Dencik. Ya era hora que Gary Oldman rehaciera su carrera con este
papel regalo. Por último, se requiere mucha atención en todos los detalles que
nos proporcionan en pequeños Cadeau. ¿Les
interesa mucho James Bond?. Si…, pues no la vean.
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